Thursday, July 18, 2013

La soledad de América Latina - G. G. Márquez

Ayer nos vino a visitar Franquita, y siempre que nos vemos, hablamos sobre libros, textos, y ensayos. Es de las pocas personas a las que accedo prestarle un libro. Hablamos del Gabo, y me retó cuando le dije que nunca había leído La Soledad de América Latina, esa suerte de agradecimiento mezclado con "muchachos, no entienden muy bien porqué me están dando un Premio Nobel, ¿no?".

Aquí el texto. Resulta interesante leerlo cada tanto, y en lo posible leerlo antes y después de leer Cien Años de Soledad.

La soledad de América Latina


Gabriel García Márquez 

Discurso de aceptación del Premio Nobel 1982 

Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen. 

Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonios más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro. 

La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas. 

Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años. 

De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría una población más numerosa que Noruega. 

Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad. 

Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes. 

No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo. 

América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental. 

No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad. 

Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios. 

Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra. 

Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido. 

Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos. 

En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias. 




Fuentes:
http://www.escribirte.com.ar/textos/533/la-soledad-de-america-latina.htm
http://es.wikipedia.org/wiki/Gabriel_garcia_marquez
http://es.wikipedia.org/wiki/Cien_a%C3%B1os_de_soledad

Monday, April 22, 2013

Como mata el viento norte

A veces nos olvidamos de lo grandioso que puede ser un tema. Quizá porque no lo escuchamos tan seguido, quizá por distraídos...


Como mata el viento norte 
cuando Agosto está en el día, 
y el espacio nuestros cuerpos ilumina. 
Un mendigo muestra joyas 
a los ciegos de la esquina, 
y un cachorro del señor nos alucina 


Por suerte, cuando el tema es genial, vuelve a nosotros, y nos vuelve a iluminar. Nos hace bailar el alma, como canta Charly García.


háblame solo 
de nubes y sol 
no quiero saber nada 
con la miseria del mundo hoy. 
Hoy es un buen día 
hay algo en paz, 
la tierra es nuestra hermana


En 1976, luego de Sui Generis, Charly forma La Máquina de Hacer Pájaros. Su primer álbum, de nombre homónimo, incluye esta canción.


Marte no cede, 
al poder del sol 
Venus nos enamora, 
la Luna sabe de su atracción. 
Mientras nosotros 
morimos aquí, 
con los ojos cerrados 
no vemos más que nuestra nariz. 


En el disco vemos la influencia de Pink Floyd, Genesis, Yes, y la época Argentina marcada por la dictadura. Charly escribía con cierta poesía surrealista, haciendo uso de la metáfora para explicar cómo se vivía. Él quería que la sociedad abra los ojos.


Como mata el viento norte 
cuando Agosto está en el día 
y el espacio nuestros cuerpos ilumina. 
Señor noche, se mi cuna, 
señor noche, se mi día, 
mi pequeña almita baila 
de alegría, de alegría.


Les dejo este bello tema:



Notita de color: en esta versión de Alta Fidelidad, con Mercedes Sosa, la letra cambia un poco y vuelven a agregar una línea que fue censurada en el momento que sacaron el disco. Vamos a escuchar como la negra, con un tono enojado, parece gritarle a los militares que tomaron el poder en los años 70'.


háblame solo 
de nubes y sol 
no quiero saber nada 
con la miseria del mundo hoy. 
Hoy es un buen día 
hay algo en paz, 
la tierra es nuestra hermana
los asesinos son los demás



Tuesday, April 9, 2013

Sobre la vejez

La Real Academia Española (la misma que acepta el término 'murciégalo'), nos provee de cuatro definiciones para Vejez:

1. f. Cualidad de viejo.
2. f. Edad senil, senectud.
3. f. Achaques, manías, actitudes propias de la edad de los viejos.
4. f. Dicho o narración de algo muy sabido y vulgar.



Si bien son definiciones acertadas, ya nos inclinan a percibir la vejez como un deterioro, algo negativo, un objeto que entró en desuso... la vejez es quizás un síntoma de cómo uno empieza a abandonar la vida, un punto de inflexión (sin retorno) donde vemos nuestro pasado y no hacemos más que esperar un futuro cercano: el encuentro con la parca, la muerte, o como quieran llamarlo.

Sándor Márai, novelista y poeta húngaro, escribió en El Último Encuentro:
Uno envejece poco a poco, primero envejece su gusto por la vida, por los demás, ya sabes, todo se vuelve tan real, tan conocido, tan terrible y aburridamente repetido... Eso también es la vejez. Cuando ya sabes que un vaso no es más que un vaso. Y que un hombre no es más que un hombre, un pobre desgraciado, nada más, un ser mortal, haga lo que haga... Luego envejece tu cuerpo, no todo a la vez, no, primero envejecen tus ojos, o tus piernas, o tu estómago o tu corazón. Envejecemos así, por partes. Más tarde, de repente, empieza a envejecer el alma: porque por muy viejo y decrépito que sea ya tu cuerpo, tu alma sigue rebosante de deseos y de recuerdos, busca y se exalta, desea el placer. Cuando se acaba el deseo de placer, ya sólo quedan los recuerdos, las vanidades, y entonces sí que envejece uno, fatal y definitivamente. Un día te despiertas y te frotas los ojos, y ya no sabes para qué te has despertado. Lo que el nuevo día te traiga, ya lo conoces de antemano: la primavera, el invierno, los paisajes, el clima, el orden de la vida. Ya no puede ocurrirte nada imprevisto: no te sorprende ni lo inesperado, ni lo inusual, ni siquiera lo horrendo, porque ya conoces todas las posibilidades, ya lo tienes todo visto y calculado, ya no esperas nada, ni lo bueno, ni lo malo... y esto precisamente es la vejez. Todavía hay algo vivo en tu corazón, un recuerdo, algún objetivo vital poco definido, te gustaría volver a ver a alguien, te gustaría decir algo, enterarte de algo, y sabes que llegará el día en que ya no tendrá tanta importancia para ti saber la verdad, ni responder a la verdad, como creíste durante las décadas de espera. Uno acepta el mundo, poco a poco, y muere. Comprende la maravilla y la razón de las acciones humanas. El lenguaje simbólico del inconsciente... porque las personas se comunican por símbolos, ¿te has dado cuenta? Como si hablaran un idioma extraño, chino o algo así, cuando hablan de cosas importantes, como si hablaran un idioma que luego hay que traducir al idioma de la realidad. No saben nada de sí mismas. Sólo hablan de sus deseos, y tratan desesperada e inconscientemente de esconderse, de disimular. La vida se vuelve casi interesante cuando ya has aprendido las mentiras de los demás, y empiezas a disfrutar observándolos, viendo que siempre dicen otra cosa de lo que piensan, de lo que quieren de verdad... Sí, un día llega la aceptación de la verdad, y eso significa la vejez y la muerte. Pero entonces tampoco esto duele ya.
Este texto melancólico, triste y -yo diría- bastante depresivo, nos muestra una cara de la vejez. Probablemente las líneas estén marcadas por lo que le tocó vivir a Márai: dejar su tierra, y envejecer al otro lado del mundo. Él define claramente ciertos momentos que marcan la vejez, por ejemplo: "Cuando se acaba el deseo de placer, ya sólo quedan los recuerdos, las vanidades, y entonces sí que envejece uno, fatal y definitivamente.". Nuevamente, vemos a la vejez como un punto del que no se puede retornar, un cambio definitivo.
Sándor Márai decide acabar con su vida, suicidándose en 1989. Quizás no quiso vivir una vejez como él la describe.

José Saramago, autor portugués ganador del Premio Nobel de Literatura, describe en Las Intermitencias De La Muerte un estado imaginario en el que las personas envejecen eternamente, y la muerte decide no ejercer su función. En este texto, una de las formas de entender el trabajo de la muerte es la de "limpiar" una sociedad, "eliminando" esas personas en desuso que deben ser mantenidas y no pueden hacer nada por si mismas.
Saramago presenta un ensayo sumamente interesante, y merece ser leído (aunque convengamos que su forma de escribir, su gramática y estructura de diálogos ponen nervioso a más de uno). Una versión acotada del libro se encuentra en Wikipedia (si querés leer el libro, no entrés al link... es como que te cuenten Matrix antes de entrar al cine). Plantea una vejez eterna, pero siempre deteriorando al ser humano y su entorno. Ya pueden imaginarse algunos temas sobre los que gira el libro: empleados de funerarias sin trabajo, asilos y hospitales repletos, un sistema de salud al borde del colapso, etcétera.

Ambos textos invitan a la reflexión de una condición humana casi innegable a todos - digo 'casi' porque no todos llegan a vivir en un estado de vejez. En lo personal, siento que no es algo que tengamos que esquivar como varios repiten en la frase Life Fast, Die Young (vive rápido, muere joven). Hay que saber acompañar a quien vive la vejez, y tenemos que buscar la forma de disfrutarla cuando nos toque estar en ese lugar.
En la vejez encontramos un estado de sabiduría, charlas interesantes, y experiencia. También, hay que saber convivir con la nostalgia, el constante sentimiento de extrañar algo o alguien, y saber que nuestra vida roza su fin.
Recomiendo, a quien se anime, colaborar en una casa de hospicio. Varias veces estuve en Hospice San Camilo, donde viví experiencias únicas. Aprendí que acompañar a alguien en sus últimos días de vida es algo único, y no tiene porqué ser triste: estamos con esa persona para que su despedida sea alegre y amena.
¿Qué sucede después de la vejez? La respuesta, si es que existe, es un tema aparte.






Monday, March 18, 2013

¿Para qué sirven los domingos?

No sé quién los inventó, ni porqué los puso justo después del alegre sábado.
El domingo deprime un poco, es la forma más fea de decir "se acabó tu fiestita de fin de semana, tenés que volver al laburo, y encontrarte con el horrible lunes". No sé para qué sirven los domingos...
Es irónico que el domingo esté tan lejos del viernes, si sólo esta dos días atrás... ah, pero no podemos ir hacia atrás. ¿Dónde estás Dr. Emmett Lathrop Brown?

Me robo una idea que me comentaron hace minutos: el fin de semana es ese lugar donde ponemos un montón de expectativas, casi esperando un milagro. Es mucha la presión que deben sentir el Sábado y el Domingo... 5 días agresivos, para que en 2 nos sintamos extasiados. Es injusto, ¿no les parece?. Y a veces parecen darse cuenta, y el Domingo nos dice "nooo chiquito... los milagros ya no existen... ¿y sabés qué? mañana no es viernes, pasado tampoco, ni siquiera pasado pasado mañana es viernes... suck this tangarine!". A veces te odio Domingo...

Ahhh, y hay padres que a sus hijos le ponen de nombre Domingo. Es casi como que te bauticen Hitler... estás condenado al rechazo social. Menos mal que a Sarmiento un segundo nombre: Faustino (que convengamos, va codo a codo con Domingo en fealdad de nombres).

Me di cuenta de algunas cosas que suceden los domingos. El domingo sirve para pensar la semana que nos vamos a encontrar en tan solo pocas horas. El domingo sirve para decir "¿viste? Messi lo hizo de nuevo...". Sirve para manejar más lento, total es domingo. Sirve para que el cristiano tibio vaya a misa (y ahora, de paso, festeje que "el papa es argentino, papá").

No se si nos tenemos que hacer amigos del domingo, o simplemente aceptarlo como es... tolerancia al Domingo, que no se va a ir a ningún lado, y él siempre nos espera para darnos una lección.

Wednesday, February 27, 2013

Esos viejos son un tango

Me caen muy bien esos viejos que caminan por las calles de Buenos Aires, silbando un tango. Van por ahí, con un andar muy tranquilo, generalmente con la cabeza baja, y un poco nostálgicos. Sus tiempos son otros, y uno piensa que viven quejándose, cuando en realidad viven extrañando. Se despiertan temprano, siempre, porque toda su vida lo hicieron. Silban melodías que pocos reconocen, melodías que ya desaparecieron y que los jóvenes no podrán encontrar nunca más. Ellos se llevarán sus tangos cuando ya no estén más entre nosotros, y nunca volverán: ni ellos, ni los tangos que ya nadie silbará.
Jubilados de todo, no saben muy cómo ocupar sus horas, y por eso caminan, y silban, y toman su café en esa esquina que parece caerse a pedazos, junto con ellos. Toda la imagen es nostálgica, pero no triste.
Conocen las calles, por costumbre... y por costumbre las calles los conocen a ellos. Son parte del paisaje, y se los extraña cuando ya no nos cruzamos con ellos en las veredas. Surgen las clásicas preguntas ¿le habrá pasado algo? ¿falleció? ¿estará en un geriátrico? Pero nuestro imaginario no nos deprime, porque la nostalgia no deben entristecernos, sólo hacernos recordar y extrañar.

Digo que esos viejos son un tango, porque el tango tiende a desaparecer, con toda su amor y nostalgia a cuestas.