Me caen muy bien esos viejos que caminan por las calles de Buenos Aires, silbando un tango. Van por ahí, con un andar muy tranquilo, generalmente con la cabeza baja, y un poco nostálgicos. Sus tiempos son otros, y uno piensa que viven quejándose, cuando en realidad viven extrañando. Se despiertan temprano, siempre, porque toda su vida lo hicieron. Silban melodías que pocos reconocen, melodías que ya desaparecieron y que los jóvenes no podrán encontrar nunca más. Ellos se llevarán sus tangos cuando ya no estén más entre nosotros, y nunca volverán: ni ellos, ni los tangos que ya nadie silbará.
Jubilados de todo, no saben muy cómo ocupar sus horas, y por eso caminan, y silban, y toman su café en esa esquina que parece caerse a pedazos, junto con ellos. Toda la imagen es nostálgica, pero no triste.
Conocen las calles, por costumbre... y por costumbre las calles los conocen a ellos. Son parte del paisaje, y se los extraña cuando ya no nos cruzamos con ellos en las veredas. Surgen las clásicas preguntas ¿le habrá pasado algo? ¿falleció? ¿estará en un geriátrico? Pero nuestro imaginario no nos deprime, porque la nostalgia no deben entristecernos, sólo hacernos recordar y extrañar.
Digo que esos viejos son un tango, porque el tango tiende a desaparecer, con toda su amor y nostalgia a cuestas.
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